(por Jordi Yévenes)
Llega suavemente el aroma del café y me desperezo entre la falsa humildad de una tarde que se evapora entre lluvia, colmada de gritos y decisiones hipócritas. Cabeceo entre el bueno y el malo, la lógica ira del que es desposeído y la semilla enterrada del que arrebata lo preciado, lo amado, lo consentido. Húmedo como el cristal empañado de mis parpados, ajeno a las almas que corretean entre los paraguas, me reitero en mi decisión apaciguada de no ser lastre de mi propio destino. Y salgo al fragor de lo conocido en un alarde de sinsentido enjaulado.
El viento corta por la mitad las vicisitudes de día, del ajetreo, de las voces pausadas que ordenan y desordenan a su antojo. Las gotas vírgenes se precipitan en mi pelo empapado y se dejan caer, amontonadas, en mis hombros, como un rito ancestral o un baile suicida que quisiera ser mágico.
Cientos, miles de ojos extraños, de miradas difuminadas detrás del húmedo velo, se observan entre ellas (y me observan) descuidadamente para volver a desaparecer entre las manillas apresuradas de un reloj, la puerta vencida de un bar o el último aviso de un tren abarrotado de bostezos.
Desdibujado a cada paso que doy, absorto en mis pensamientos como latigazos verticales, caigo en la cuenta de la pérdida (individual y colectiva), del frenesí destructivo que nos emborrona la mirada y nos hace volvernos de espaldas, perdidos, abandonados entre sollozos. Dejando escapar la insoportable belleza del mundo. Infinita.
Me paro un segundo. Inspiro. Cierro los ojos y dejo que me invadan sonidos, olores y sensaciones, saltando desde la trinchera a campo abierto. Y así me golpea el ruido y la furia del enjambre.
Solo en ese corto espacio de tiempo, ingrávido, puedo saborearla en toda su esencia y acariciarle los bordes, las aristas, las arrugas y las dobleces del día a día.
Solo así se puede intuir. A pequeños sorbos. La vida.
Creo que este texto es el que más me ha gustado de todo el blog hasta ahora. Es estupendo 🙂